Grado de Multimedia Universitat Oberta de Catalunya

Hasta la peor interfaz puede tener un motivo

César Córcoles

En el mundillo del diseño y desarrollo web es muy habitual encontrarse en algún momento con un experto en alguna de las especialidades asociadas al diseño de interacción que hace un repaso de las catastróficas interfaces con que nos encontramos por ahí en muchas ocasiones… Los ejemplos típicos son las máquinas expendedoras de billetes, las lavadoras y, si hablamos de webs, las de compra de billetes por Internet. Una muy recomendable es la de Aral Balkan. Además de ser una presentación divertida, con ella se puede aprender bastante sobre el diseño de interfaces:

Uno de los factores que hace la charla especial es que Balkan elige como uno de sus ejemplos de interfaces atroces (está hacia el minuto trece del vídeo) uno con el que yo me había encontrado en alguna ocasión, en un tren inglés:

Foto de unas instrucciones. Para abrir la puerta de un tren hay que 1. Esperar a que se encienda la señal de puerta desbloqueada. 2. Bajar la ventana. 3. Sacar el brazo por la ventana y abrirla desde fuera

Por difícil de creer que resulte, la foto es real y el procedimiento es, efectivamente, ese: primero, esperas a que se active una señal de puerta desbloqueada, después bajas la ventana y, finalmente, sacas el brazo y abres la puerta desde fuera. Cuando vas a bajar del tren y ves cómo un pasajero sigue esos pasos, la sorpresa es máxima. Lo aseguro. Maravilloso ejemplo de cómo no debería hacerse algo.

Avanzando un poco en la presentación, Balkan explica que eso es así por un motivo: ese procedimiento para abrir la puerta es así desde hace mucho tiempo, cuando las puertas de los trenes no se bloqueaban y desbloqueaban solas. Y, en un caso así, diseñar para la dificultad es, de hecho, una buena idea.

Balkan no se para, sin embargo, a explicar por qué el diseño no ha cambiado desde entonces. Y sí, es relativamente fácil pensar motivos…

  • Por un lado, hacer el cambio es caro: implica hacer el diseño (un coste perfectamente asumible), homologarlo, encargar puertas para todos los vagones de todos los trenes (eso seguramente resulte considerablemente más caro) y cambiar todas esas puertas en el menor tiempo posible (lo que, seguramente, implicará una logística bastante más complicada de lo que uno pueda imaginar).
  • Y, por el otro… ¿cuál es el coste real de la pésima interfaz para sus usuarios habituales? A pesar de lo que uno podría pensar, esos usuarios habituales no se escandalizan cuando les toca abrir la puerta por ese extrañísimo procedimiento. Y es que, a pesar de su extrañez, es una interfaz fácil de aprender (la primera vez que el usuario ve cómo funciona todo queda grabado a fuego en la memoria), sólo incrementa unos segundos un viaje que en el mejor de los casos ha durado cinco minutos (y muy probablemente bastante más) y, además, sólo “te toca” si eres el primero de la fila.
  • ¿Y cuándo resulta verdaderamente catastrófica? Solo cuando el primero de la fila es un usuario novel… y no hay un segundo usuario detrás. Algo que, con toda probabilidad, pasa con poca frecuencia. Y, en ese caso catastrófico, el drama se resume en la necesidad de leer y seguir unas instrucciones. Malo, pero seguramente no grave.

¿El resultado? En algún lugar hay un ingeniero que insiste cada vez que tiene ocasión en que eso debería cambiarse… pero las prioridades son otras. Y lo son, muy probablemente, desde hace décadas. Y la cosa se alarga y alarga… ¿Se trata de una muy mala interfaz? Sí. Y debería mejorarse. Pero hemos visto cómo la experiencia más negativa no es la típica sino que es, de hecho, extremadamente atípica. Y el vicio de generalizar a partir de la anécdota y sin considerar los motivos de que, primero, algo no funcione como debería y, segundo, de que no se arregle, es, cuando menos, peligroso.

Un poco más adelante (minuto 35, poco más o menos) Balkan cita como ejemplo de buena interfaz la no interfaz de las máquinas expendedoras de billetes del transporte del aeropuerto de Oslo…

Una máquina de venta de billetes. El único elemento de interfaz es la ranura por la que pasar la tarjeta de crédito

Tan simple como sea posible. Pero no más. O sí.

Las máquinas están, desde luego, a años luz de las puertas de los trenes que veíamos antes: dado que el tren del aeropuerto sólo se usa para ir al aeropuerto o desde el aeropuerto a donde sea, basta con pasar la tarjeta de crédito a la entrada, pasarla de nuevo a la salida, y el sistema se encarga de calcular la tarifa y cobrar. Un ejemplo maravilloso de interfaz. Pero… ¿qué pasa si vas con tu pareja y los niños y quieres pagarlo todo con una sola tarjeta? ¿Pasas la tarjeta cuatro veces? ¿Y qué pasa con los pocos usuarios que, por cualquier motivo, no quieren usar una tarjeta de crédito para abonar el recorrido? Se trata de Noruega y, sin duda, muy cerca hay una persona atenta a esos casos que informa al viajero de cómo proceder. Pero, de nuevo, no puede generalizarse a partir de la anécdota: que la interfaz sea fantástica para mí no significa automáticamente que lo sea para todos.

Las charlas sobre los desastres de las interfaces cumplen una función muy importante: la de sensibilizar sobre un tema que necesita mucha atención. Y podemos asumir que Balkan, un verdadero experto en la materia, caricaturiza conscientemente porque eso le permite tocar muchos aspectos sin dormir a la audiencia. Pero a veces correr demasiado, saltarse los detalles y simplificar en exceso implica riesgos que en ocasiones no compensan, muy especialmente en todo lo referente al diseño de interacción.


La versión original de este contenido se publicó el 25 de diciembre de 2012 en http://obm.corcoles.net/20121225/hasta-la-peor-interfaz-puede-tener-un-motivo/.